martes, 27 de julio de 2010

El estertor

Una tras otra las balas entraban y deformaban su cara. La primera entró por el pómulo derecho dejando dos hoyos uno ahí y el segundo al otro lado de la cara por donde salió. La segunda. Unos centímetros más arriba, a la altura del ojo, entró por la nariz no sin antes desgarrar el ojo y quemar las pestañas, no dejó agujero porque tampoco dejó nariz, o mejor dicho, no dejaron nariz porque fue la tercera bala la que terminó por llevarse la parte inferior y más exterior de ésta.

La cuarta hizo una función odontológica destruyendo los dientes canino, premolar y molar derecho superiores, aflojando los demás, rompiendo otros tantos, quemando los labios y las encías y finalmente saliendo muy cerca de donde la primera bala.

No hay quinto malo, y fue ésta la que benévolamente apagó el cerebro, entró por la boca, “subió” por el paladar dejando su respectivo agujero, quemó las tres meninges, el cráneo y terminó por alojarse ahí, junto a ella en su cama, aquella tarde en que perdió su virginidad al mismo tiempo que su compañero. Ahí, en el lugar donde fue su fiesta de graduación de la Academia de policía. Ahí en el funeral y posterior entierro de su padre en el panteón donde ella, en unos días también sería enterrada con el ataúd cerrado, los que maquillan muertos no pudieron hacer mucho por la estética.

La sexta siguió una trayectoria similar pero en su búsqueda de originalidad no se alojó ahí sino que salió por el espacio donde se ubica el ojo izquierdo, obvio el ojo con su respectivo parpado también se fue con la bala, se fue en pedacitos, como los pedacitos de cuetes que ella veía desaparecer en el cielo cuando visitaba alguna feria o los pedacitos de pan que le daba su mamá cuando ella no era aún capaz de tener una dona en sus manos sin apretujarla con todos sus dedos, deshaciéndola y empujándosela a la boca abierta que apenas mostraba unas manchillas blancas llamadas dientes.

La séptima, la octava y las consecuentes simplemente pasaron indiferentes ante lo que sucedía, yendo hacia la nada, yendo tal vez hacia otros cuerpos, tal vez al aire, tal vez a alguna pared, lo que sí es que por lo menos ellas tenían una dirección, el arma de donde salieron disparadas no. Fueron solo dos segundos, dos segundos de disparos apuntados a ninguna parte, yendo hacia todas.

Había sido su pareja, el oficial que con ella estaba custodiando la taquilla y que tenía una metralleta, de esas que traen los policías colgada del cuello, con el cañón apuntando hacia el cielo, quien mientras tenía el dedo en el gatillo, entraron corriendo tres sujetos con misión alcanzar el siguiente tren del metro, lo empujaron y una a una las balas de la metralleta salieron disparadas en dirección del cielo pero no totalmente hacia arriba, para fortuna de algunos e infortunia de otros, la cara de la susodicha, quien, como ya dijimos, estaba a su lado custodiando la taquilla se encontraba en el camino de los proyectiles.

Y así, en dos segundos y por un error de dedo pasó de ser una oficial de policía a ser un cuerpo inerte tirado en las escaleras de la entrada del metro Ermita, rebotando en los escalones, escupiendo sangre por toda su cara, haciendo ruidos guturales con la boca, o mejor dicho, la garganta como si quisiera contarnos acerca de los cuetes o la Academía, apretando por un segundo todos sus músculos para desapretarlos al siguiente como si quisiera contarnos de sus orgasmos. Hasta que así, como un orgasmo se apaga poco a poco y con el transcurrir de los espasmos, así se acabó su vida, poco a poco y con el transcurrir de los espasmos. El estertor.



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